Los elementos del relato son los mismos que los del capítulo
anterior, pero en nueva perspectiva. Los personajes no son sólo término de
acción, sino también sujeto; el jardín no es el lugar en donde se entra, sino de
donde se sale. Entre los animales toma el protagonismo la serpiente, no para
servir, sino para tentar; los dos árboles enigmáticos se revelan ahora
apetecibles y también peligrosos. El dato del no rubor ante la desnudez se
aclara ahora por su contrario: el rubor como expresión de la conflictividad
entre los seres y con Dios. El dato nuevo es el mal, el pecado, y con él el
juicio, la pena, pero también la idea de victoria sobre el mismo. En definitiva,
la armonía paradisíaca se revela como un bien a alcanzar, objeto de promesa y de
tarea.
La serpiente no es aquí un ser superior,
personificador del mal; no es un demon con un poder maligno frente a Dios. Es un
simple animal del jardín, como otro cualquiera. Ese concretamente es aborrecible
por su aspecto, peligroso y astuto; fue tal vez elegido justamente para privarlo
del halo divino que tiene en muchas religiones. Pero no es la serpiente lo que
propiamente interesa al autor, sino las palabras que él mismo pone en su boca.
Al querer exteriorizarlo todo en acción, las palabras dan sonido externo a un
rumor que cada hombre lleva dentro: la ambición del superhombre. El autor está
interesado en poner fuera del hombre el inicio del mal y por eso hace que la
sugerencia le llegue por medio de una voz. Eso disculpa un poco al hombre de la
decisión audaz y errada: es llamado desde fuera por algo que va a encontrar eco
en su interior
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